En Febrero de 2004 cuando inauguró Hostel Colonial, en Buenos Aires, ni siquiera imaginaba la repercusión que tendría el hostel y mucho menos este blog, historias de viaje, historias de vida, de amores encontrados y desencuentros, nuevos amigos, vacaciones, planes de diversión, más y más gente que se relaciona, que busca conocernos, interacción real y virtual.
Este post ya fue publicado, pero es la síntesis de la combinación de esos mundos, pasa en Hostel Colonial, pasa en su blog y en otros que se generan y hablan de este lugar que dicen tiene una magia especial, bueno eso corre por cuenta de ustedes.
Esta es la historia que sigue en otro blog, una buena lectura para el fin de semana.
Por aquellos tiempos, asuntos de trabajo me llevaron una vez más a la ciudad de Buenos Aires. Como había hecho el viaje infinidad de veces, estaba ya muy acostumbrado a conciliar el sueño en la butaca del autobús. Sin embargo aquella vez tan solo podía adormilarme de a ratos.
Algún pensamiento, que al principio no podía identificar del todo, me mantenía tenso. De modo que así estaba yo, entre dormido y despierto, mientras la nave atravesaba la oscuridad y la nada. De a ratos y de a poco, una figura empezó a esclarecerse. Una figura femenina. Delgada, de cabellos oscuros, largos y lacios. Giraba y sonreía. Los hombros descubiertos, los ojos estirados, y esa sonrisa... Amplia. Abrí los ojos de repente y desde el fondo del alma me escuché decir...
-“¡Marcia!”
-“¡Marcia!”
Me pareció curioso, pues hacía ya tiempo que había dejado de pensar en ella. Me pregunté si sería algo premonitorio.
Un rato después, bajo un tibio sol invernal, levantaba una vez más la mirada hacia la Torre de los Ingleses, y le pedía que durante mi estadía en la ciudad, la Vida no me fuese indiferente.
Me dirigí sin prisa y sin pausa al Colonial.
Al llegar a la vieja casona, con algo de emoción y ansiedad, toqué la campana. Un par de días antes había avisado de mi llegada. Lucas, el regente y avatar de albergue, estaría fuera de la ciudad. Aún así, mi amigo no había descuidado los detalles...
Una belleza, desconocida para mí, abrió la puerta.
- "Vos debés ser Sebastián".
- "Tanto como que vos sos Melisa".
Había pasado ya el tiempo desde la vez anterior, y sin embargo, al subir la escalinata, sentí como si mis pisadas encajaran en mis huellas.
Melisa, la recepcionista, era joven, bella y muy agradable. Siempre era así. Eran los requisitos necesarios para ser una recepcionista del Colonial. Arriesgué para mis adentros que tendría unas 20 primaveras. Los años pasaban, pero las chiquillas seguían siempre allí: dieciocho, veinte, veintidós. El reloj de arena en cambio, era más inclemente conmigo.
Cada vez que volvía al hostal, la recepcionista había cambiado. No se trataba de problemas de trabajo. Era parte de la esencia del Colonial... allí todos estábamos de paso. Inclusive Lucas, de tanto en tanto, fantaseaba con su vida una vez que dejase el lugar. Para algunas personas, el Colonial era una experiencia única e irrepetible en la vida. Para otras, como yo, se trataba de un lugar por el que parecíamos destinados a pasar una y otra vez hasta que la ciudad entera se agotase.
Me registré, acomodé mis cosas en mi habitación, y volví al hall a conocer a la nueva muchacha, o a cualquier otro personaje que anduviese por allí con ganas de intercambiar buenas historias, chistes, questions, beers o whatever.
El panorama era bastante interesante... Además de Melisa, una par de suecas blancas y curvadas como dos ocas rellenas estaban desayunando. Un chileno lucía orgulloso una clásica camiseta del 10 comprada en la importadora asiática de Florida y Lavalle, y un australiano se concentraba en un ejemplar de Camila. Este detalle me resultó curioso. Los viajeros de corte intelectual solían buscar referencias en el Martín Fierro, en los Diarios de Motocicleta, o en alguna versión de la Breve Historia de los Argentinos.
Sin embargo, me encontraba enmimismado, reticente a entablar conversaciones. Las imágenes de Marcia se cruzaban una y otra vez por mi mente, con una intensidad que se volvía misteriosa. Me veía de nuevo acompañándola en aquellas noches veraniegas, ambos livianos y sueltos, yo con camisas cansadas, y ella con colorinches blusas de algodón suavemente entalladas.
Sacudí un poco la cabeza, me acerqué a la mesa de las avecillas y empecé con el clásico reportaje de protocolo. Para cuando íbamos por si pensaban visitar otros lugares del país, me di cuenta que casi no habían dormido la noche anterior, y sólo se habían levantado para picotear unos cereales.
Pensar que aquella historia había comenzado hacía algo más de dos años, en una situación como aquella. Maria reunía sobradamente los requisitos necesarios para trabajar en el Colonial... sin embargo... por esas razones que no existen, al poco tiempo de haberla visto por primera vez, se había vuelto especial para mí.
Pensé que el viajero de Quantas tendría más novedades para contar que el trasandino, pero parecía muy metido en los tiempos de Rosas. Sus piernas cruzadas, el libro en una mano y la otra con la muñeca levemente quebrada, resolvieron el enigma de Camila.
Tarde tras tarde, al terminar con mis obligaciones laborales, me instalaba en el mostrador de la recepción a charlar con ella. Y a ella no parecía molestarle... aunque claro... justamente era parte de su trabajo que así fuera. Pero me animo a decir... sin miedo a caer en ilusiones ciegas, que desde el principio también ella empezó a disfrutar de aquellos momentos.
El chileno resultó, al menos en cierta forma, de lo más instructivo. Era una verdadera enciclopedia futbolística. No paraba de disparar resultados de partidos, nombres de jugadores, y descripciones de jugadas. Y claro, como buen chileno, describía como heroicas gestas davidianas las incontables frustraciones de la Roja.
Un par de semanas después, comencé a acompañarla a la parada del colectivo al finalizar su turno. Cada tarde al salir, un cielo azulrosado nos esperaba para anochecer. Era enero, y una brisa cálida trepaba desde el río por la calle Corrientes. Y así cada día, al despedirla, me daba la sensación que mi húmedo beso del adiós calaba más hondo en sus mejillas. Ella llevaba siempre los hombros al descubierto, y el contacto de mi mano empezó a parecerse cada vez más a una caricia.
Con la cabeza saturada de información relativamente inútil, decidí que ya había tenido suficientes relaciones internacionales, al menos hasta la previa nocturna. Revisé un poco el salón hasta dar con el control remoto y me dispuse a buscar algo que me entretuviese. En algún canal empezaba la primera de las Back to the Future. Como solía hacerlo cada vez que agarraba alguna, me enganché con los vaivenes del Delorean. Seguí leyendo
Una belleza, desconocida para mí, abrió la puerta.
- "Vos debés ser Sebastián".
- "Tanto como que vos sos Melisa".
Había pasado ya el tiempo desde la vez anterior, y sin embargo, al subir la escalinata, sentí como si mis pisadas encajaran en mis huellas.
Melisa, la recepcionista, era joven, bella y muy agradable. Siempre era así. Eran los requisitos necesarios para ser una recepcionista del Colonial. Arriesgué para mis adentros que tendría unas 20 primaveras. Los años pasaban, pero las chiquillas seguían siempre allí: dieciocho, veinte, veintidós. El reloj de arena en cambio, era más inclemente conmigo.
Cada vez que volvía al hostal, la recepcionista había cambiado. No se trataba de problemas de trabajo. Era parte de la esencia del Colonial... allí todos estábamos de paso. Inclusive Lucas, de tanto en tanto, fantaseaba con su vida una vez que dejase el lugar. Para algunas personas, el Colonial era una experiencia única e irrepetible en la vida. Para otras, como yo, se trataba de un lugar por el que parecíamos destinados a pasar una y otra vez hasta que la ciudad entera se agotase.
Me registré, acomodé mis cosas en mi habitación, y volví al hall a conocer a la nueva muchacha, o a cualquier otro personaje que anduviese por allí con ganas de intercambiar buenas historias, chistes, questions, beers o whatever.
El panorama era bastante interesante... Además de Melisa, una par de suecas blancas y curvadas como dos ocas rellenas estaban desayunando. Un chileno lucía orgulloso una clásica camiseta del 10 comprada en la importadora asiática de Florida y Lavalle, y un australiano se concentraba en un ejemplar de Camila. Este detalle me resultó curioso. Los viajeros de corte intelectual solían buscar referencias en el Martín Fierro, en los Diarios de Motocicleta, o en alguna versión de la Breve Historia de los Argentinos.
Sin embargo, me encontraba enmimismado, reticente a entablar conversaciones. Las imágenes de Marcia se cruzaban una y otra vez por mi mente, con una intensidad que se volvía misteriosa. Me veía de nuevo acompañándola en aquellas noches veraniegas, ambos livianos y sueltos, yo con camisas cansadas, y ella con colorinches blusas de algodón suavemente entalladas.
Sacudí un poco la cabeza, me acerqué a la mesa de las avecillas y empecé con el clásico reportaje de protocolo. Para cuando íbamos por si pensaban visitar otros lugares del país, me di cuenta que casi no habían dormido la noche anterior, y sólo se habían levantado para picotear unos cereales.
Pensar que aquella historia había comenzado hacía algo más de dos años, en una situación como aquella. Maria reunía sobradamente los requisitos necesarios para trabajar en el Colonial... sin embargo... por esas razones que no existen, al poco tiempo de haberla visto por primera vez, se había vuelto especial para mí.
Pensé que el viajero de Quantas tendría más novedades para contar que el trasandino, pero parecía muy metido en los tiempos de Rosas. Sus piernas cruzadas, el libro en una mano y la otra con la muñeca levemente quebrada, resolvieron el enigma de Camila.
Tarde tras tarde, al terminar con mis obligaciones laborales, me instalaba en el mostrador de la recepción a charlar con ella. Y a ella no parecía molestarle... aunque claro... justamente era parte de su trabajo que así fuera. Pero me animo a decir... sin miedo a caer en ilusiones ciegas, que desde el principio también ella empezó a disfrutar de aquellos momentos.
El chileno resultó, al menos en cierta forma, de lo más instructivo. Era una verdadera enciclopedia futbolística. No paraba de disparar resultados de partidos, nombres de jugadores, y descripciones de jugadas. Y claro, como buen chileno, describía como heroicas gestas davidianas las incontables frustraciones de la Roja.
Un par de semanas después, comencé a acompañarla a la parada del colectivo al finalizar su turno. Cada tarde al salir, un cielo azulrosado nos esperaba para anochecer. Era enero, y una brisa cálida trepaba desde el río por la calle Corrientes. Y así cada día, al despedirla, me daba la sensación que mi húmedo beso del adiós calaba más hondo en sus mejillas. Ella llevaba siempre los hombros al descubierto, y el contacto de mi mano empezó a parecerse cada vez más a una caricia.
Con la cabeza saturada de información relativamente inútil, decidí que ya había tenido suficientes relaciones internacionales, al menos hasta la previa nocturna. Revisé un poco el salón hasta dar con el control remoto y me dispuse a buscar algo que me entretuviese. En algún canal empezaba la primera de las Back to the Future. Como solía hacerlo cada vez que agarraba alguna, me enganché con los vaivenes del Delorean. Seguí leyendo
1 comment:
Linda historia, me comentaron que la habías publicado antes pero no pude leerla.
Y sí, Hostel Colonial es mágico, esa propiedad de más de 100 años debe tener sus duendes escondidos en esas bovedillas. Besos
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