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Friday, May 18, 2007

HISTORIA DE UNA CAMISETA - UNA HISTORIA DE HOSTEL COLONIAL - BUENOS AIRES - ARGENTINA

Una historia de viajeros y amigos, una historia para compartir. La escribió Santisan para todos nosotros, los que hacemos Hostel Colonial y los que nos acompañan en la aventura de leer este blog.
Por aquel entonces había obtenido finalmente el título de ingeniero. Tan solo algunos meses atrás había conseguido juntar todo lo que hacía falta para presentarse a rendir la última materia y aprobarla. Me refiero a todo ese último esfuerzo, de concentración que va y viene y que parece ser siempre apenas suficiente, esa pérdida de apetito, esa dificultad para dormir, esas barbas descuidadas como yuyos en campo abierto, esos delirios alternados de grandeza y de hormiga, esa abulia al resto de la vida que hace que las cosas más importanes dejen de serlo, esa fecha que se pospone una y otra vez como charco bajo el sol de camino, ese último salto agónico, ese último grito de guerra, y como siempre ese toque de suerte que la vida nunca niega.
Terminada toda esa historia, en medio de una atmósfera entre optimista y aterradora, donde todo era obillo y nada era punta, tuve la suerte de obtener una beca para viajar a Europa, o más bien se trató una especie de combo de becas.
Me becaron a la vez la prestigiosa Universidad Española de Santander, un reconocido estudio de ingeniería de Londres, y una Fundación local, mucho menos conocida que las instituciones anteriores, pero mucho más generosa,...una Fundación que llevaba el nombre de mi padre.
Me dispuse entonces a preparar el equipaje, haciéndome los clásicos planteos exagerados sobre lo que podría o pudiese necesitarse durante la estadía en el Viejo Mundo.
Y así, calzando en un rompecabezas más fichas de las que venían indicadas en la caja, en algo más de una semana que, se alargó hasta algo más de un mes, la gran mochila estuvo lista. Años después, ya con menos ímpetu juvenil y más apaciguamiento mental, me daría cuenta que en caso de haber caído el avión en el medio del Mediterráneo, yo hubiese podido sobrevivir sin problemas y hasta auxiliar a unos cuantos pasajeros más, obviamente aquellos con capacidad de reproduccción y mucha tela todavía por cortar.
Sin embargo, fue la vida misma quien dispuso que hiciera todavía lugar para algo más. Por aquellos días, recibí en casa un llamado de nuestra compañía telefónica. En principio parecía un clásico llamado de esos en que a uno le avisan que ha tenido la gran fortuna, entre tantos millones de perdedores, de acreditarse un premio,...que, claro, pequeño detalle y pequeña letra mediante, será debitado de su próxima factura, apelando la compañía al humilde conocimiento del debe y el haber que una mente jóven y engolosinada puede dilucidar.
Se trataba de una camiseta de rugby. Una camiseta de la selección nacional y aparentemente autografiada por el gran hooker Federico Mendez. Sin pedir más aclaraciones, sintiéndome de alguna manera El Elegido pregunté cuando y dónde, dando por descartado que la Fundación de mi padre estaría tan contenta con el premio como lo estaba yo y que con el mismo orgullo daría cuenta de los detalles menores que llegarían a fin de mes, momento en que yo estaría luciéndo el estandarte a miles de kilómetros a lo lejos, y cuantos más a lo alto.
Acudí entonces a una especie de evento publicitario en un shopping, y allí, en una especie de bolo, apareció en gordo Mendez en persona, con una camiseta igualita a la de él, con el 8 en la espalda inclusive. Igualita, entiéndase claro, en cuanto a la forma y los colores, el tamaño obviamente, era a escala menor. Y ahí nomás, delante mío, me apretó la mano, sacó un indeleble y le estampó la firma, sumando a mi equipaje algo que a mí, hasta ese entonces, se me había escapado, algo que me representara como argentino.
Semanas después, un poco preguntando como quien quiere llegar a Roma, y otro poco reclamando ese golpe de suerte que todo viaje merece, dí con el Independiente de Santander, un pequeño club de rugby en la ciudad donde yo estaba trabajando un poco y haciendo finta de otro tanto.
Pasó entonces, que para mi primera sorpresa previsible, tuvieron que transcurrir entre tres y cuatro entrenamientos hasta que algún español se acercó sondeando la posibilidad de que mi camiseta fuese la de la selección argentina.
Supongo que de lo que significaba el número 8 nunca niguno llegó a darse cuenta. Bastante bien y nada mal, para un país donde el rugby era una especie de rareza como lo es para nosotros ese asunto del bate, las medias blancas, las gorritas, y esas señas de mudos que se hacen entre sí los jugadores.
Tres meses y medio después, seco de lagrimales como siempre, pero empapado por dentro y con un nudo en el estómago, abandonaba Santander con la sensación de que ya nada me haría sentir tan bien como lo españoles, sus bailes, sus juergas, sus cafés, sus tragos, sus traguitos, sus banquetes, sus la digo, sus joder y sus jolín, su música y sus guitarras, las de cuerdas y sobretodo las de cuerpo y alma.
Adelante, aguardaban muchas curiosidades, muchos personajes excéntricos, muchas costumbres, algunas inexplicables y otras de rigurosa demostración matemática, mucho trabajo, mucha campera, mucho pub, y mucha, pero mucha cerveza, una birra muy especial, tibia, libre de botella, que parece contener en dilución el discreto, tímido y cálido sentimiento de ternura y camaradería de quién la invita.
Tan solo hizo falta calzarme la camiseta en la primer noche de etrenamieto, para que todos los jugadores del Amersham Rugby Club se acercaran entre la niebla, a preguntarme si yo era de Argentina, si la firma era auténtica, si conocía yo al gran "Fedeurico Mendéz".
La camiseta actuó de alguna manera como una carta de presentación a la que los ingleses correspondieron con una amigable bienvenida. Pero, lo más llamativo, fue que noté que a más de uno la prenda le dilataba un poco las pupilas, había algo más que reconocimiento hacia ese estandarte, había también temor.
El viaje continuó por otros países, pero ya no se dió oportunidad de usar la camiseta, apenas algún partidito de calcio con un grupo de tifosis, pero creo que pensaron que sería la camiseta del club de fútbol de mi “pueblo”.
El viaje terminó y la camiseta volvió otra vez a la fría cajonera de mi cuarto, destinada a ver la luz tan solo para para ir a ver algún que otro partido de importancia.
Sin embargo, un par de años más tarde, otra vez hubo oportunidad de compartir con ella esa sensación de gloria que produce el sudor profundo.
Yo estaba esa vez viviendo y trabajando en Buenos Aires, y preguntando un poco, había dado con el GEBA, Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires.
Allí la reacción, sin dejar de ser hasta cierto punto previsible, fue también una sorpresa...indiferencia completa...Si bien camisetas como esa eran bastante frecuentes en los clubes de Buenos Aires, lo cierto es que me desilucionó un poco que nadie se acercara a curiosear.
Poco duró mi experiencia en el GEBA, los treinta años ya aparecían en el horizonte, y las piernas me lo hicieron saber. La camiseta y botines, otra vez fueron a parar a la oscuridad el armario.
En los años que siguieron, cada tanto, buscando alguna prenda perdida o tratando de poner un poco de orden, daba otra vez con la camiseta. Pobrecita, habíamos compartido tantas alegrías, tanto sudor, tantos golpes, tanto barro y ahora lucía limpita, inmaculada y tan pálida que parecía virgen.
Por suerte la Vida, sabia como la senda en la montaña, otra vez abrió el camino. Fue en mi querido Hostel Colonial donde dí con El Elegido.
Se trataba de un alemán, por eso me llamó mucho la atención cuando preguntó si alguien quería ir a ver a los Pumas al día siguiente. Era un partido que yo esperaba ansioso, los Pumas con el equipo completo, recibían a los Springbocks de Sudáfrica, que venían más bien a probar jugadores.
Hablando un poco resultó que el alemán jugaba al rugby en su pueblo allá en Germany, algo rarísimo y mucho más en un pueblo.
Al día siguiente me calcé por última vez la camiseta y fuimos a ver el partido. Fue todo un espectáculo. El estadio de Velez estaba completo. Incluso había pantalla gigante. Argentina jugó muy bien y el público ovacionó, lástima que la realidad no siempre es como una película hollywoodense y a los Pumas se les escapó el partido sobre el final. El alemán, fiel a su sangre, miró, o más bien estudió, cada jugada con minusiosidad, y fue sin dudas, el más atento y menos efusivo del estadio.

Hoy por hoy, ya lejos de aquella época de viajes y ya establecido en mi pueblo, sé bien que por más que urgue y urgue cada año en el placard de mis recuerdos, ya no me toparé con mi compañera de aventuras, ya no veré sus colores, su firma o su número 8. Pero soy feliz, soy feliz pensando que ella sigue corriendo, sigue sudando y se sigue embarrando en algún lejano pueblito de Alemania, donde acaso, muchos años antes que toda esta historia comenzara, algún bretón, a su paso por allí, dejó olvidada una pelota ovalada.
Hostel Colonial, para muchos un pequeño hostel en la ciudad de Buenos Aires, para otros, quizás no tantos, una usina generadora de historias, hermosas historias de vida. Saludos, buena vida.
Hostel Colonial en internet: www.hostelcolonial.com.ar


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